21/10/09

Laberinto


Es como si la nave de Star Trek hubiese aterrizado en una colina. Aún de noche, pues amanece tarde estos días, se ve a lo lejos con todas sus luces blancas proyectándose desde las ventanas infinitas. Una vez dentro es imposible orientarse; por muchos carteles que veamos con flechitas, el único que parece fácil de encontrar es el guardia jurado de la entrada, muy solicitado siempre. Hemos de atravesar una entrada gigantesca, con mucha gente cruzando desde todas las direcciones, la mayoría apurados, y la mayoría acaban confluyendo en un túnel acristalado que enlaza con otra parte del edificio, o con otro edificio. Estas grandes áreas de baldosa brillante con tipos yendo y viniendo son mucho de película de ciencia ficción. El silencio, el eco de alguna voz aislada, un rumor de fondo. Sólo falta el ruido de suelas, pero pocas suelas que hagan ruido hay ahora. Es posible que haya laberintos más sofisticados, y es posible que con un poco de práctica acabe uno aquí encontrando lo que busca rápidamente, pero así, de buenas a primeras, la impresión es la de que todo, incluidas las indicaciones de los carteles, favorecen que uno se pierda con sólo dar unos pasos dubitativos. Menos mal que al vernos en pasillos largos y vacíos, bautizados con nombres tan amenazadores como Diálisis, Radioterapia, Esterilización, y otros sorprendentes y misteriosos como Lencería, podemos encontrarnos a alguien en pijama, por ejemplo de color amarillo o azul o verde, que nos asesore y nos digo lo muy perdidos que estamos. Es posible, aunque no muy probable, que caminemos por pasillos enormes sin cruzarnos con nadie y todas las puertas cerradas, y sobre las entreabiertas, resultan misteriosas; no hay indicio de movimiento en su interior pero tienen las luces encendidas; los ordenadores mueven sus ventiladores, papeles y bolígrafos sobre mesas que parecen abandonadas ante un terremoto.

Puede que sea esa señora que empuja la mesita con ruedas y de pijama amarillo la que nos aclare algo. Nos acompaña un rato y vemos cómo conduce con mucho salero la mesa con un portátil y cables y algunas pinzas que parecen de batería de coche. Por fin llegamos a nuestro destino; hay una larga y perfecta fila de humanos cabizbajos esperando a que les quiten un poco de sangre. Me uno a ellos.

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De todos los pacientes portadores de virus y gérmenes y maldiciones que nos rodean en un hospital desconfiamos sobre todo del que lleva mascarilla, como si en lugar de una muestra de higiene y respeto por los demás (o una precaución sensata para sí mismo si su salud lo requiere) fuese la marca del Mal. En Japón es algo muy frecuente, sobre todo en primavera con la llegada del polen y las alergias, pero también es una muestra de respeto hacia los demás cuando alguien tiene gripe, o incluso un simple catarro. Ellos, con la mascarilla, parecen individuos tristes, vulnerables, un poco como chuchos con bozal, y resultan un poco ridículos: ellas se pintan y se preparan como si la mascarilla fuese invisible, y esto nos da la impresión de que la llevan sin enterarse y casi tenemos ganas de decirles que con eso en la cara no hay forma de saber qué persona lleva ese cuerpo. Quedan los ojos, lo único que se mueve en sus caras.

2 comentarios:

conde-duque dijo...

Es verdad lo de las máscaras. Se ponen por respeto y a los demás nos resultan demasiado sospechosas. Cosas del autoseñalamiento.
Espero que no tengas que estar visitando hospitales, mala cosa.
Un abrazo.

Mabalot dijo...

No podía comentar. Pues no me pasa nada serio. Los achaques de la edad, supomngo.

Un abrazo.