5/6/08

Crónica de la carne

"Lo más blando bajo el cielo
domina a lo más duro bajo el cielo."
Lao Tse

Dentro de poco tengo que hacer la comida, aunque no tenga hambre, porque hay que comer y hay que hacer la comida, y cuando acabo de hacer todo lo que tenía que hacer esta mañana me siento aquí delante de un teclado negro al que se le cayeron las patas, la dos patas, o las cuatro patas, que ya no me acuerdo de cuántas eran, y para que la pulsación no suene a tambor sobre la mesa le puse debajo un cuaderno ya usado, de hojas muy oscuras, de papel muy grueso, como el de envolver embutidos en los supermercados de pueblo, o como el que usaban los carniceros y las pescaderas para hacer las cuentas.

¿Pescado o carne? Gran duda. Ayer, ni carne ni pescado, así que el pasado no me condiciona. El pescado tiene buen aspecto, se le ve sano, dentro de la muerte, claro; se ve que no murió de enfermedad y que estaba en lo mejor de la vida y aún no le sangran los ojos como a algunos cristos. Tampoco es uno de esos pescados de sofá, o de charca, o de residencia de ancianos para peces, aunque no están mal, a pesar de que hacen poco ejercicio, y son más baratos. Es como comerse a los presos de una cárcel, aunque presumiblemente sin los vicios que asolan a estos. La carne también tiene buen aspecto. En una bandejita y con plástico alrededor. Recuerdo la cara de fastidio que me puso ayer la que atendía la carnicería en el supermercado. Le dije filetes de ternera y ella cogió un trozo de carne grande como una cabeza y muy rojo, curtida del frío o del tiempo, o de todo, como si hubiera atravesado aquella carne las estepas rusas sobre un carromato y me dijo que esa era muy tierna (lo dijo sonriendo, como si ella misma se emocionara con la ternura de la carne) y la sacó del mostrador y mientras afilaba el cuchillo observé la carne que parecía que le habían pintado una cara quemada por el sol de lo encarnada que estaba, y me recordaba a una vieja prostituta repintada por una mano borracha o a un payaso muriéndose de sífilis y hasta veía el dolor en esa cara agrietada. La carnicera era joven y tenía una cara de niña crecida que no dejó de jugar a las muñecas, y afilaba su cuchillo como si estuviera peinando a la Barbi. Así que le dije; un momento, pare el carro… ¿Y esa? Era otro trozo de carne del mostrador más pequeño y con mucho mejor color, que parecía dormir una siesta relajado y no había nada tétrico en su aspecto y menos que recordase la muerte. Me dijo la mujer que esa era muy dura y que no había punto de comparación con la que me estaba a punto de cortar. Puso una cara así de asquillo, que sería la misma que puso cuando vio a su primer hombre desnudo. Entonces tuve ganas de decirle que a uno le gusta la carne así, dura, correosa, que disfruto masticando el bistec y que a veces me lo llevo en la boca como un chicle al trabajo, y que así saboreo todos los aromas y jugos que contiene y de paso ejercito las mandíbulas y me quito de fumar, definitivamente. No disimuló la mujer una cara de fastidio cuando le dije; esa, esa, esa, señalando la que me había enamorado, la otra, la alternativa a la montaña de costras que me quería encajar; lo dije una vez pero sonó, en esa otra dimensión en la que siempre se destacan las cosas importantes (y a veces ocultas a simple vista) y las personas se convierten en insectos para no ir a trabajar, en esa otra dimensión la palabra, esa, con el apoyo de mi dedo índice apuntando inequívocamente a aquel trozo glorioso, sonó con un eco que casi desgarra el corazón calculador de la carnicera: se le torcieron en cosa de segundos, dos o tres, una parte de los labios, hacia arriba, cercanas a una comisura, como si se los mordiera un poco, o como si los probara, y no fue una señal de tipo sexual que se le cruzó en el pensamiento y no fue capaz de reprimir, porque su mirada no contenía ninguna clave sexual, con los ojos casi escondidos bajo los párpados, un poco como si se mareara o padeciera un bajón de tensión. Y me cortó los filetes que quería.

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